viernes, marzo 27, 2009

Sobre noches y vigilias

Esta mañana no quería despertar. Soñaba con mi abuela, con su rostro y sus rizos diminutos. Soñaba que íbamos a comprarle un regalo para su cumpleaños. Pero su cumpleaños era el 25 de agosto. Creo que murió en el mes de marzo, pero no recuerdo el día, ni hago un esfuerzo por recordarlo. Lo del regalo viene a cuento porque la fiesta de cumpleaños de mi abuelo, de 91 años, es en un par de semanas. Hace mucho que no asisto a una de esas fiestas que, desde siempre, han sido de las más importantes, de las que se marcan a principios de año, y se reservan ante todo. Mis recuerdos de esas fiestas son de cuando éramos niños. El viernes pasaban a recogerme a la escuela y hacíamos un viaje de 6 horas para llegar hasta el pueblo. Aunque rendidos, al llegar no faltaban los taquitos de aguacate y queso fresco en tortilla de mano, los tequilas, el dominó y las papitas. El sábado era la fiesta grande, tan grande que la descendencia de 10 hijos no cabía en la casita de chorizo de mi abuelita, y nos íbamos al Parral, la casa de mi tía Mina. Los adultos se iban al patio de atras, los señores se sentaban en las sillas de lata a jugar dominó en las mesas con nombres de refresco, las señoras echaban chisme y los niños jugábamos a las escondidas entre las parras aunque nos regañaran. Lo más bonito era el pastel, pero no porque nos dieran el dulce, si no porque era una de las pocas ocasiones en las que mi abuela le daba un beso a mi abuelo, o se dejaba besar, y entonces todos, grandes y chicos, sentíamos que teníamos raíces firmes, que siempre habría a dónde llegar. Al final de la fiesta siempre había algun borracho (o varios), alguna pelea entre las señoras, y más de una rodilla raspada entre los chamacos. Ocasionalmente también había alguna pelea, de esas buenas y graciosas donde los tíos un poco pasados de copas, se levantaban tambaleándose y levantando los puños con sendas groserías mientras nuestras madres nos tapaban las orejas y nos arrastraban parral arriba. Luego todo cambió. Las fiestas ya no son en el parral si no en la casa nueva, una grande y muy pintada. La familia ha cambiado, algunos adultos se han marchado pero también hay nuevos niños. La descendencia de mi abuelo ha sido fructífera, con cuatro generaciones somos casi 100. Hace más de 6 años que no voy a la fiesta, pero este año sí, y con muchas ganas, que 91 años no se cumplen todos los días.
lf.

270309

Quiero como se quieren las cosas en la cama o en la cocina: con almohadas y cubiertos para dos.
Deseo con esa fe infantil ajena al realismo y pesimismo que nos da la vida con los años.
Añoro con una especie de creencia en la justicia divina.
Y hago un conjuro para que la buena suerte siga siendo sea nuestra aliada.
lf.

martes, marzo 24, 2009

II

an interior landscape bursting into the morning
a fury carefully undone in the rythm of a pace
salt on skin as a lost caress
there is no emptyness in this wind
lf.

lunes, marzo 23, 2009

230309

Sacudida por una trémula negrura
oculto el rostro tras la desorientación de mis cabellos.
La fragilidad del paisaje se abruma con el viento.
lf

sábado, marzo 21, 2009

Historia de mis cuchillos


En el centro de la cocina de mi infancia había una mesa rectangular, de madera clara, con dos cajones y una alacena. De alguna manera era la caja de pandora de la cocina, pues en los cajones se guardaban los cuchillos y las piedras de afilar, mientras que en la alacena estaban las especias, los aceites y el vinagre. De esa mesa provienen muchos de mis recuerdos más viejos: mi padre amasando pan sobre la madera o afilando concienzuda y placenteramente los cuchillos, mi madre con medio cuerpo metido en la alacena de abajo mientras buscaba romero o nuez moscada, y luego acomodando sobre la mesa el molcajete para moler las especias.
Siendo mi padre marinero, los cuchillos nunca me estuvieron prohibidos y tuve mi primera navaja a los 5 años. Había sido de mi abuela paterna, montada en una base plateada con incrustaciones de nácar. A saber de dónde sacaron semejante navaja, el asunto es que vivió junto a las muñecas y los lápices de colores, y servía por igual (para sorpresa de mis maestras, primas y amistades) para sacarle punta a los lápices, cortar manzanas o tuzar a mis muñecas.
Cuando me fui a estudiar en la universidad, mi madre me regaló uno de los cuchillos, no más grande que una mano, delgadito y con mango negro. Era el cuchillito versátil de casa, con el que cortábamos por igual aguacates y rosas del jardín. Ese cuchillo volvió a la mesa cuando terminé la universidad, y fui débilmente reprimida por regresarlo sin filo.
Para mi boda, papá prometió regalarme unos cuchillos, pero una serie de eventos desafortunados sacó del panorama un juego como dios manda, y sólo recibí un set de mesa para carne marca "pastor alemán" (¿de dónde se saca semejante nombre para un cuchillo? El slogan podría ser "cuchillos tan fuertes como los dientes de tu perro").
Cuando me apropié de mi cocina de casada, lo primero que hice fue sacar de un cajón un montón de cuchillos que estaban bien escondidos. Plateados y endebles, imposibles de afilar... En la familia de S. no usan cuchillos de verdad; y cuando nos fuimos a España me hice un cuchillito parecido al que me dio mi madre para la Universidad. Lo abandoné en Madrid, pero me traje una navaja bellísima que me compré en Toledo.
El fin de semana pasado fuimos a visitar a mis papás, y después de que les diéramos algunos regalos -una lata de té ruso para mi padre y algunas vanidades para mi madre- sacaron orgullosos un gran cuchillo de chef. Luego me llevaron a la tienda y me compraron uno oriental y un artilugio para afilarlos. Hoy me pasé dos horas cocinando: picando fresas, cortando pollo, rebanando cebolla. Saqué también un molcajete diminuto, herencia de mi abuela, para descascarar los ajos. Mientras picaba el apio y le echaba hierbabuena al caldo recordé una historia sobre mi abuelo que cuenta mi padre. Mi abuelo era electricista en un submarino y le tocó estar en la primera guerra. En uno de esos tantos interludios en los que hacían tierra, no sé dónde ni por qué, mi abuelo estuvo conversando con un turco que llevaba en el cinturón un cuchillo con un mango precioso cubierto de piedras. Después de mucho hablar mi abuelo le preguntó si podía ver su cuchillo. El turco respondió que sí, lo sacó de su funda y se lo prestó. Tras múltiples halagos, se lo devolvió y miró con sorpresa cómo el turco lo tomaba y se hacía una pequeña cortada en la mano. "¿Por qué haces eso?" le preguntó mi abuelo (pero en inglés) y el turco le respondió "Por que nunca sacamos el cuchillo si no vamos a derramar sangre". Añadí los ajos al caldo y, aunque no tengo una mesita de madera y la cocina de hoy no era la de mi madre o mis abuelas, me supo a un guisar de muchos años.

viernes, marzo 20, 2009

Lo que no sabía que extrañaba


Los días se atropellan unos a otros llenos de encuestas, clases y guiones fallidos para la tv. A veces extraño el silencio, tener tiempo para detenerme y reflexionar, para despertar lentamente, pero aún así este frenesí funciona como un extraño alimento que me mantiene en pie. Llevo ya más de medio año de vuelta en México y sigo redescubriéndo cosas que me gustan y que en algún momento extrañé hasta que su memoria se fue difuminando junto con el deseo. Van aquí algunas de esas cosas:
1. Que mi hermanillo Fer me dé lata.
2. Que mis alumnos cuestionen todo, y que me quieran.
3. Las tardes de gran lluvia y tormenta, y que el mundo no se detenga.
4. La fruta seca enchilada.
5. El tepache y el mole negro.
6. Los colores en los canastos y en las blusas bordadas.
7. Que el sol y la música lo llenen todo, todo el tiempo, como si no pudiera ser de otra manera.
8. Las calles tapizadas de jacaranda y bugambilia.
9. Los ramitos de gardenias que venden en los semáforos y la sorpresa del hueledenoche al andar por las calles.
10. Pedir por teléfono las tortas Hipocampo. Este último punto se merece una explicación y es que los que atienden la tortería de Santo Domingo son capaces de hacer que el día más triste valga la pena. He aquí la llamada de hoy:
Tortas Hipocampo - Tortas Hipocampo, buenas tardes.
Yo - Buenas tardes, quiero hacer un pedido.
TH - ¿Qué va a ser?
Yo - Una de milanesa con queso y una Mazatlán.
TH - ¿Algo de beber?
Yo - No gracias, aquí tengo.
TH - Aaaah muy bien, ¿A nombre de quién?
Yo - De Luisa Frey
TH - ¿Luisa qué?
Yo - Luisa Frey
TH - Luuuiiisaaa ¿Frei?
Yo - Sí
TH - ¿Luisa Lane?
Risas en ambos lados de la línea
TH - ¿No es Usted la novia de Superman?
Risas
Yo - No, no soy la novia de Superman.
TH - Aaaaah, quién sabe, a lo mejor sí es y no me dice.
Risas
Yo - No... bueno, yo tengo mi Superman pero no es el de la tele.
TH - ¿Ya ve? ¡Ya sabía yo!
Risas y sonrisas para toda la tarde. Y es que estos diálogos surrealistas y entre extraños, sólo pueden darse en México.
lf.

viernes, marzo 06, 2009

Viernes primero de mes

Saber que no tengo que estar hoy a ninguna hora en ningún sitio. Que si me da la gana puedo puedo pasarme dos horas cocinando y otras dos echando a perder con calores la siesta. Poner a María Rita a untar su voz sobre los sillones blancos, preparar una jarra de té aromático, subir los pies en el baúl y leer cuentos en portugués. Copiar la cuarta elegía de Stanescu para mi amigo pintor, releer los versos en voz alta, reacomodar el libro junto a la foto antigua de mis abuelos... es bueno trabajar en la madriguera.    :)

miércoles, marzo 04, 2009

Pesadillas encuestas

Van a dar las cuatro de la tarde. Estoy sumida en el centro de cómputo con los audífonos puestos, una bolsa verde que me recuerda a la Salamandra y un gran morral negro recargado contra las piernas. No puedo evitar pensar en que dentro suyo está la causa de mis nuevas malas noches y continuas pesadillas. Ese morral, con todo y el estampado de Rayuela blanca contiene cientos de encuestas para mi nuevo proyecto. Gracias a eso me estoy convirtiendo en una nómada de salones: subo y bajo las escaleras para tocar puertas, interrumpir clases y pedirles a los alumnos que escriban. Ellos no lo saben, pero escriben para mí: de pronto sus letras llenan todo mi tiempo; los ratos que espero sentada en la barda de piedra a que S. venga por mi, los minutos robados a la planeación de clases, las tardes y las noches en el sillón blanco. Y luego también el sueño. Desde que empecé a recoger información duermo fatal: sueño que edito las encuestas, que entrevisto a los chicos, que discuto los parámetros de la investigación con los colegas. Hasta ahí no me importa: no pasa de que sienta que mientras dormía hice un montón de trabajo que Sandman se lleva risueño bajo las sábanas. El problema viene después: cuando todo eso se vuelve un calor nefasto, y sueño que tengo que ir al hospital para que me operen y me quiten medio intestino, o que mi tío muere, o que cientos de rostros difusos se me abalanzan con las bocas abiertas. Veo la Rayuela del bolso y me convenzo de que sólo estoy dando el brinco, de que pronto mis neuronas dejarán de ver con una combinación de fascinación y terror la torre de papel que crece del lado derecho del escritorio para sustituir la ansiedad por un poco de serenidad o paciencia. Afuera hace un sol brillante. Supongo que lo que me lleva de encuesta en encuesta, es que ese mismo sol, aparece también allí.