domingo, noviembre 09, 2008

Pátzcuaro, post atrasado del fin de semana anterior


Escribo envuelta en un rebozo que huele a pueblo, a tierra y pan dulce, y es que, a pesar de los llamados de mis múltiples obligaciones, no acabo de regresar de la tranquilidad de Pátzcuaro. Van aquí las primeras impresiones del que deseo sea el primero de muchos viajes:

Viernes
Llegamos, invitados por no sé que extraña coincidencia, junto con la luz dorada de la tarde. En el centro, una amplitud inesperada y el mercado como una fiesta que caída la tarde se levanta perezosa y vuelve a casa. Pero ahí no se acaba la música, con lámparas y faroles se llena de vapores y humos la noche: descubrimos las corundas, nos enmielamos en camote y enterramos los dientes en la más deliciosa cocada. La noche se extiende y lo que sigue es el reconocimiento de una amistad desconocida pero anunciada, sus largas explicaciones de lo que vendrá mañana y una sornisa amplia y duradera. Duermo con un poco de miedo: temo siempre a los estudiantes que desconozco.

Sábado. Me trepo al cochesito-maraca de nuestra amiga y anfitriona con el único café que pude conseguir a las 7 de la mañana: un capuchino de máquina del oxo. Salimos del pueblo y andamos por cerros y nubes al rededor de 1 hora y media para llegar por fin a Paracho. En su plaza, mujeres de largas trenzas conversan y bordan con punto de cruz casi sin ver la tela. Hace frío. Nos instalamos en un salón de la casa de la cultura y poco a poco van llegando hablantes nativos de p'urhépecha: profesores de primaria y secundaria, otros que no son profesores pero que enseñan su lengua, uno que otro universitario, un hombre reconocido al que todos se levantan a saludar. Y al principio yo hablo y hablo y sus rostros son todos silencio, que si soy gringa, que de dónde mi nombre y mi trabajo, hasta que por fin me van regalando sonrisas y me cuentan de sus clases y de lo que piensan. Hay en ellos tantas ganas y tanta atención que me siento inmensamente afortunada pero a la vez siento mucha responsabilidad. A la hora del almuerzo van y comen borrego, a la hora de despedirnos me dan la mano y me sonríen "A ver si nos vemos otra vez" me dicen, y con esa voz nos vamos de Paracho.
Durante la tarde en Pátzcuaro vemos de lejos el lago, tomamos café y helado en la plaza, compramos un mantel para esta pobre mesa que lleva años desnuda. Me sabe a poco esta estancia. Encaramados en un balcón S. y yo nos tomamos un cerveza de despedida y decimos en voz alta lo que estos meses de vuelta en México nos han dejado claro: aquí parece como si todo estuviera por hacerse, y si la gente se decide, hace, y cada noche es una promesa, y el verde, la gente y las palabras, y el sol, el maíz y la tierra, y los coyotes que se atraviesan por la carretera, y los colores, los sabores, los aromas, se le van a uno metiendo bien dentro y haciendo nido hasta que uno se siente de nuevo en casa y da gusto estar de vuelta, aunque todo parezca un desgarriate, da gusto estar de vuelta. lf

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