sábado, marzo 21, 2009

Historia de mis cuchillos


En el centro de la cocina de mi infancia había una mesa rectangular, de madera clara, con dos cajones y una alacena. De alguna manera era la caja de pandora de la cocina, pues en los cajones se guardaban los cuchillos y las piedras de afilar, mientras que en la alacena estaban las especias, los aceites y el vinagre. De esa mesa provienen muchos de mis recuerdos más viejos: mi padre amasando pan sobre la madera o afilando concienzuda y placenteramente los cuchillos, mi madre con medio cuerpo metido en la alacena de abajo mientras buscaba romero o nuez moscada, y luego acomodando sobre la mesa el molcajete para moler las especias.
Siendo mi padre marinero, los cuchillos nunca me estuvieron prohibidos y tuve mi primera navaja a los 5 años. Había sido de mi abuela paterna, montada en una base plateada con incrustaciones de nácar. A saber de dónde sacaron semejante navaja, el asunto es que vivió junto a las muñecas y los lápices de colores, y servía por igual (para sorpresa de mis maestras, primas y amistades) para sacarle punta a los lápices, cortar manzanas o tuzar a mis muñecas.
Cuando me fui a estudiar en la universidad, mi madre me regaló uno de los cuchillos, no más grande que una mano, delgadito y con mango negro. Era el cuchillito versátil de casa, con el que cortábamos por igual aguacates y rosas del jardín. Ese cuchillo volvió a la mesa cuando terminé la universidad, y fui débilmente reprimida por regresarlo sin filo.
Para mi boda, papá prometió regalarme unos cuchillos, pero una serie de eventos desafortunados sacó del panorama un juego como dios manda, y sólo recibí un set de mesa para carne marca "pastor alemán" (¿de dónde se saca semejante nombre para un cuchillo? El slogan podría ser "cuchillos tan fuertes como los dientes de tu perro").
Cuando me apropié de mi cocina de casada, lo primero que hice fue sacar de un cajón un montón de cuchillos que estaban bien escondidos. Plateados y endebles, imposibles de afilar... En la familia de S. no usan cuchillos de verdad; y cuando nos fuimos a España me hice un cuchillito parecido al que me dio mi madre para la Universidad. Lo abandoné en Madrid, pero me traje una navaja bellísima que me compré en Toledo.
El fin de semana pasado fuimos a visitar a mis papás, y después de que les diéramos algunos regalos -una lata de té ruso para mi padre y algunas vanidades para mi madre- sacaron orgullosos un gran cuchillo de chef. Luego me llevaron a la tienda y me compraron uno oriental y un artilugio para afilarlos. Hoy me pasé dos horas cocinando: picando fresas, cortando pollo, rebanando cebolla. Saqué también un molcajete diminuto, herencia de mi abuela, para descascarar los ajos. Mientras picaba el apio y le echaba hierbabuena al caldo recordé una historia sobre mi abuelo que cuenta mi padre. Mi abuelo era electricista en un submarino y le tocó estar en la primera guerra. En uno de esos tantos interludios en los que hacían tierra, no sé dónde ni por qué, mi abuelo estuvo conversando con un turco que llevaba en el cinturón un cuchillo con un mango precioso cubierto de piedras. Después de mucho hablar mi abuelo le preguntó si podía ver su cuchillo. El turco respondió que sí, lo sacó de su funda y se lo prestó. Tras múltiples halagos, se lo devolvió y miró con sorpresa cómo el turco lo tomaba y se hacía una pequeña cortada en la mano. "¿Por qué haces eso?" le preguntó mi abuelo (pero en inglés) y el turco le respondió "Por que nunca sacamos el cuchillo si no vamos a derramar sangre". Añadí los ajos al caldo y, aunque no tengo una mesita de madera y la cocina de hoy no era la de mi madre o mis abuelas, me supo a un guisar de muchos años.

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