martes, mayo 12, 2009

Celos

No me viene en gana poner la otra mejilla, ni resignarme, ni ser dócil y no guardar resentimientos. Cuando niña había dos juegos que funcionaban a manera de un mágico diagnóstico de naturalezas: deslizar un dedo desde la nuca hasta la cintura por el centro de la espalda (¡ah! ¡Ese inesperado placer preludio de dulces noches y sorpresas!) y repasar con las uñas un cabello por lo largo. Si ante la imprevista caricia en la espalda uno se estremecía, o si el cabello se rizaba, entonces una era celosa. En mi caso, tanto la caricia, como un cabello de un metro de largo desvelaban que yo caía, ineludiblemente, en esa clase de personas. Yo lo negaba, aún muy niña, imponiendo razón a emoción, pensamiento a intuición, control sobre impulso, pero lo hacía sobretodo porque pensaba que ese rasgo era síntoma de muchos otros: debilidad de carácter, falta de caridad, y otras tantas cosas poco cristianas.
Los años me han enseñado, con un sentimiento puramente visceral, que ante ciertas miradas o gestos, frente a determinadas presencias o actos, no puedo sino sentir celos. Una sola vez esta emoción me ha hecho perder la compostura... luego aprendí a morderme la parte interna del labio, a caminar con cierta disimulada furia, y a dejar que la sensación en el estómago se difumine en las sábanas revueltas.
También he aprendido que celo no sólo a S., sino también a mi trabajo, a mis familiares y, cuando las tengo, a mis amistades, siento algo parecido por ciertas cosas, como las pinturas de la casa o los sitios que siento míos. Y no me da la gana poner la otra mejilla, ni resignarme, ni ser dócil y no guardar resentimientos. Me viene esta sensación en la cintura, y odio amando, resiento deseando, y soy pura y deliberadamente visceral...
que ofrezcan este último y desafortunado episodio por la salvación de mi alma, a mí me viene bien irme al infierno por quererlos, y por quererlos míos.
lf.

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