jueves, octubre 11, 2007

Tres años en Castilla

La tarde amenaza lluvia. Él está afuera, corriendo, poseso con el sonido de la música que habita su cuerpo todo, dando zancadas cada vez más profundas en la tierra que empieza a mojarse, que al final de su trayecto será un blando recordatorio del diluvio. Yo pienso en él e imagino que cada paso de su carrera es una forma de liberación, una forma de poseer su propio cuerpo, y lo envidio como se envidia a una papaya por su jugoso perfume. Miro por la ventana una franja de luz blanquísima que parte las nubes en dos e ilumina la parte superior, sólo la parte superior del árbol frente a mi terraza, y aunque afuera el tráfico de las seis de la tarde se enfurece y ruge, yo soy toda silencio. Hace tres años a esta hora llegábamos por primera vez al pueblo con un par de mochilas en la espalda y las ganas de todo bien enraizadas en el pecho. Entonces no pensábamos que en tres años él estaría corriendo junto al río y yo mirando por la ventana un rayo de sol de otoño. Yo no imaginaba este blog, ni los garabujos a color, ni la privacidad de una casa propia con vecinos sordos, ni la medida de nuestra persistencia, ni los poemas que extraviados me han llegado, ni los grafitis transparentes en nuestros cuerpos, ni la luminosidad de todos los viajes. Esta tarde es una sonrisa atropellada por su propio gozo, pues si bien la saudade de México no se marcha (ni se marchará), estos tres años en Castilla no le envidian su jugo a una tuna. lf.

1 comentario:

ÓL dijo...

Qué bonito.