martes, agosto 15, 2006

azotadores de memoria


Estando en México y específicamente en Puebla, la remembranza de mi niñez ocurre de manera espontánea, como una cascada que se vierte ante mis ojos incluso en contra de mi voluntad. Son las cosas pequeñas las que desatan al recuerdo: una calle por la que no transitaba hacía tiempo me provoca un poco de paranoia, un cerro coronado por una iglesia me sabe a mañana de misas repetidas, la sensación de reconocer en un rostro a algún antiguo compañero de clase cuyas facciones no revelan un reconocimiento recíproco me hace sentir a menudo como en un mal sueño. Así que me encierro en el presente y ando siempre acompañada por S. en sus rumbos, que son mis nuevos rumbos, para vivir bien y contenta. Sin embargo los recuerdos de mi infancia más tierna no aceptan filtros ni racionalidades, mi cuerpo acude a la memoria los espacios y las sensaciones para convertirme en niña de cinco años con largas trenzas como orejas a ambos lados de la cabeza. Hoy, como había terminado de leer "El dios de las pequeñas cosas" eché un sarape sobre el pasto y me acomodé debajo de un pino como de 7 metros que ha insistido en doblarse como un arco natural sobre el jardín y me puse a leer "Leopardo al sol". Un anciano chimuelo profería la maldición sobre los Barragán mientras se confundía con el viento del desierto cuando sentí un golpe pequeño más punzante en el costado derecho de la espalda: me sacudí como pude sin éxito, sintiendo la piel lacerada con agujas finísimas hasta que S. me apartó la playera y arrancó de su dobladillo un azotador amarillo de escasos tres centímetros. Mientras me lavaba con jabón tratando de mitigar el fuego de su veneno en la piel azotada recordé cómo de muy niña cogí uno por accidente y llegué a casa con los dedos rojos, hinchados y adoloridos. En aquellos años me dolía más. Después de aquello dediqué mucho tiempo a la caza de esos bichos: me facinaba el hecho de que no pudieran ser tocados y me preguntaba si azotaban a voluntad. Primero los acariciaba con un palito, moviendo las púas hacia atras suavemente y, eventualmente, aprendí a acariciarlos con los dedos sin que me inyectaran su típico azote de veneno. Esa extraña habilidad me ganó el mote de "bruja" en la escuela, que a mí, ya de por sí antisocial con mis dos trenzas-orejas, en vez de molestarme me daba un sentimiento como de autoridad: ellos se creían sus inventos y me temían un poco, y así, sin ser tocada por sus malos tratos, yo me parecía un poco a mis amados bichos, cómplices de juego e ilusión, azotadores fantásticos que desde aquellos años no me habían herido, hasta hoy que uno de ellos cayó de un árbol caído sobre la niña que ya es mujer y que ya no tiene trenzas por orejas.lf.

1 comentario:

hf dijo...

Hermoso y triste. Me gustó especialmente cómo terminó la novela.lf