sábado, marzo 01, 2008

20 años después

A veces, hay en el recuerdo de la infancia una mezcla de añoranza y terror, y no es que esos años se hayan visto opacados por la turbia severidad de la vida, es sencillamente que uno se reconoce indefenso e inocente en los sitios menos propicios. Pienso en ello al verme una cascada de cabello a media espalda y al reconocer que esto es lo más cerca que ha estado de las largas trenzas que hasta los quince años me llegaban a medio muslo. Pienso en ello mientras me hago un chongo de bolita y lo meto una gorra de licra negra: en traje de baño, con este cuerpo regordete y cara lavada, soy idéntica a la que era hace 20 años, sólo que más alta y más vieja, con una honda cicatriz de alacrán al lado del ombligo y con una serie de patas de gallo bien instaladas en mis gestos. La Salamandra dice que son de tanto reír, y desde entonces las amo. Me miro en el espejo y como entonces, me siento incómoda entre todas esas mujeres desnudas en el vestidor, porque su cuerpo es un descubrimiento, a los 5, a los 20 a los 65 años de edad, esas mujeres andan semidesnudas, riendo, chismeando, mirando los cuerpos de las otras, jugando, reconociendo en los tatuajes y cicatrices de las otras trozos de vida narrados en la piel. Yo no hablo, no hago confidencias, nadie sabe quien soy ni qué hago. Cojo la bata y me apresuro, me escurro como una hormiga que escapa del trabajo, como cuando niña siento urgencia por huír de esas congregaciones de brujas bienintencionadas...Me da miedo pensar que me parezco a la de entonces porque lo único que en aquella época podía defenderme de cualquier amenaza real era una estúpida arrogancia, y ahora, no sé. Nado. Nadar se parece al sueño, al de dormir y al de imaginar. Cuento las brazadas hasta que andan solas, hasta que mi respiracion y yo somos una, sin pensamiento, sin deseos, sin arrepentimientos, sólo una en la existencia de cada segundo, de cada movimiento, de cada giro entornado del hombro y cada golpe de los dedos de mis pies contra el agua... El otro día me desperté temprano. S. dormía. No me moví por no despertarlo. Vino entonces a mí la casa de mi abuela, ese jardín-selva, esa ventana diminuta de la recámara de mi abuelo, las noches en las que dormí en una colchoneta bajo la mesa, porque éramos tantos y todos cabíamos ahí, en su casa, en la de Ella, aunque fuera debajo de la mesa y aunque hubiera que sonarse la medalla entre los dientes para espantar a los demonios. Pensé en el frío de las heladas por la madrugada, en el piso de cemento pulido, y en sus manos haciéndonos tacos de queso fresco con salsa, pensé en los boings que me bebí del pasillo lleno de cascos de la tiendita, sin saber que robaba, en la pila tan prohibida, llenándose de agua cada martes y cada jueves porque en los días intermedios no caía agua. Aquello era una mezcla de piscina y vestidor: estaba Ella, generosa a manos llenas, y todos los demás, como yo, pequeños demonios con sus dones a cuestas. A veces da miedo recordar el pasado, la atmósfera fresca del amanecer cubierta con una colcha amarilla de bolitas, da miedo pensar que somos como entonces, y que sin embargo, no somos más. lf.

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