lunes, enero 28, 2008

Mi chilacayote y yo


Ayer me enfrenté a un chilacayote venido de Asturias y, según cuentan los rumores, crecido en un jardín cuidado por varios miembros de un pueblo. Me lo trajeron de regalo junto con un hermano que se nos pasó y empezó a oler a verde podrido en el salón, mientras éste, el sobreviviente, sonreía discretamente sus nervaduras blancas. En vista de lo ocurrido me armé de valor, lo tallé bien en el fregadero, lo sequé y con cuchillo en mano, titubeé: no es fácil hundir el filo en un cráneo vegetal más grande que la propia cabeza... nunca antes lo había hecho.

Por dentro era blanco y húmedo, un terciopelo fresco y sigiloso con un par de pepitas que ya habían comenzado a germinar. Lo destacé, lo eché en la olla y lo herví, lo enfrié, lo despepité y finalmente lo dividí en dos partes: una que con chingos de azúcar y canela se convirtió en cabello de ángel y otra que acabó en un mole con carne de cerdo. Este chilacayote español no podría haberse imaginado ese destino final: amalgama de chile y chocolate, promesa de antiguos paraísos.

Retomo el trabajo, paseo mis ojos por las eternas páginas de mi tesis para corregir hasta el más mínimo detalle (qué cansada estoy de leerme, habiendo tantos y mejores autores que yo...) y muerdo una empanada rellena de cabello de ángel. Estoy tratando de recordar... ¿es esto lo mismo que dan de dulce el viernes de la virgen de dolores cuando uno va a visitar los altares en las casas? El dulce sin despepitar y agua de limón con chía. Quién me iba a decir que yo mataría mi primer chilacayote en España, a finales de tesis en un invierno que se resiste a serlo. Sonrío, mira que es generosa la vida. lf.

1 comentario:

ÓL dijo...

El chilacayote ha muerto. ¡Viva el chilacayote!