domingo, septiembre 23, 2007

Admitiendo naturalezas II



Hoy ví Persona de Bergman y como sus películas son de las que te dejan la cabeza hecha un papalote, acabé por sentirme afortunada con las pocas pero duraderas amistades que me quedan y rememorando antiguas épocas.

A la Salamandra y Amalfi las conocí al mismo tiempo. Ellas eran ya muy amigas y poco a poco me admitieron en las largas tardes de café, en los libros de mano en mano. Luego de un tiempo Amalfi y yo vivimos en el mismo departamento junto con otra chica que tenía una serpiente tatuada en el pecho. No teníamos muebles, sólo un par de colchones y cajas en las que guardábamos nuestra ropa y libros. También teníamos un par de sillas y una parrilla eléctrica. Vivíamos en la cima del pueblo, dominábamos la vista de la ciudad y los montes, allí arriba era nuestro el refugio.

Nuestra vida cotidiana incluía la universidad, el café Dada y los conciertos de la orquesta los fines de semana. La gente con la que tratábamos solía pertenecer a una de dos clases: los jóvenes éramos todos aspirantes. Aspirante a poeta, a astrónomo, a músico, a filósofo, a matemático. Aspirante a amistad, aspirante a amante, aspirante a persona; nadie quería ser canalla. El otro grupo lo conformaban los adultos que, la mayoría de las veces, cargaba consigo un difícil pasado: un exilio, una vida de creación no reconocida, múltiples relaciones fracasadas. No sabíamos si ellos aspiraban o a qué. Pero eso no importaba allá arriba, en nuestro refugio.

A veces, por las tardes, Amalfi tocaba su viola atigrada y yo no podía sino caer dormida, arrullada por el dulce ir y venir de su arco. A ella le gustaba que yo pudiera dormir mientras estudiaba, decía que eso significaba que el sonido era armónico. Luego había largas tardes o noches y madrugadas de té y café. Hablábamos, mucho, muchísimo, de nosotras y lo que hacíamos, de otra gente, de cómo nuestros sentimientos nacían, evolucionaban y se nos iban de las manos, de cómo la vida es, se arma y se desarma. Nuestras naturalezas, que en un inicio se habían reconocido compatibles, forjaron una comprensión y entendimiento en el que la liberad era posible. Ella era de las pocas personas que conocía a S. y sostenía que su existencia era real, ella nos comprendía por igual a la Salamandra y a mí, ella con su viola atigrada era siempre un puerto seguro.

Pocas naturalezas he reconocido desde entonces ¿será que con los años nos volvemos miopes y no sabemos reconocerlas?¿será que aprendemos a ocultarnos y disfrazarnos mejor?

Va una saudade dedicada a ellas y una una alegría tempranera por el regreso de una amistad naciente que anda aventurera en Berlín. lf

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