miércoles, septiembre 26, 2007

El otoño en las piernas



En Madrí, como dice una amiga, uno pasa de un día para otro de los tirantes al jersey. Hoy me puse un vestidito que me compré para mi cumpleaños aunque fuera sólo para trabajar en la tesis (que hoy se ha portado rejega) y por la noche rapté a S. para tomarnos una caña en el bar de enfrente. Entonces lo sentí: una brisa ligera y helada, un rumor de aire pegándose en la piel tibia de quien sale de casa, era el era el otoño en mis piernas reclamando un escalofrío de bienvenida. Bebimos hablando de nuestras bases de datos, de las pequeñas victorias en la obtención de resultados, de la frustación de reconstruir una y otra vez el mismo capítulo. Pero el otoño se metía por la puerta y se recargaba en mi espalda, insistiendo en aquel recuerdo.

Yo no soy persona de verano. Detesto las pesadillas de las noches de más de 30 grados, el peso del cabello siempre sucio, sudar por el sólo hecho de existir. Contra toda la mercadotecnia, las faldas cortas, los cuerpos "danone" (como los llama mi profesor de yoga) y los comerciales de la playa, el verano no me parece sexy. A mí me gustan el frío y su caricia, las tazas de café o té caliente, el vino tinto pasado por fuego y con canela. De alguna manera la tibia resistencia de mi cuerpo al dominio del frío me recuerda que estoy viva, y todo es, como siempre, culpa de la infancia:

En el centro de México, a menos que uno viva en alguna sierra o en las alturas de un volcán, no nieva y llegar a los 0 grados es motivo de asombro y comentario. Sin embargo, a veces el frío extremo pasa, como aquella ocasión cuando cursaba el tercer grado, todavía en otoño pero ya con heladas. Habíamos llegado a regañadientes al salón y escribíamos sabe qué con las chamarras puestas cuando un profesor fue a llamar a la maestra, y así, de pronto y sin justificación, se interrumpió la clase y nos sacaron al jardín. Nos quejamos medio camino pero al llegar nos callamos: los pinos y arbolillos tenían las puntas de las hojas congeladas, de ellas colgaban extendidas gotas de hielo, aquello era un segundo de lluvia petrificado. Admiramos los reflejos y la fragilidad de nuestro bosque congelado, jugamos y nos reímos en ese paisaje y yo acabé por llevarme a la boca una hoja de pino con gota de hielo incluida. Desde entonces el otoño es anuncio de buenas nuevas, su frío inicial el recordatorio de una promesa y su caricia en las piernas la certeza de que la belleza es posible. lf.

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