martes, septiembre 18, 2007

Diario de viaje, día 5: Kaiserberg, y 6º Ginebra-Madrid



El día 5º de viaje pasamos por un pueblito llamado Kaiserberg: lugar de cuento con río, casitas con techo de dos aguas, muchas florecitas, calles de piedritas, todo rodeado de viñedos. Si fuera Heidi me gustaría vivir ahí, pero no soy, ya fui a la ciudad y me dio hambre de mundo, así que no nos quedamos a vivir en el pueblito pintoresco y reatravesamos en tren los alpes suizos.

Llegamos a Ginebra de noche y no me arrepentí de no haber comprado vinos por ahí después de ver los dos hostales llenos y como 10 hoteles más (incluidos los de la zona roja). Como no hay nada peor que no preguntar, entramos en un Best Western y ahí nos dijeron que sólo les quedaba una suit de 5oo fs. pero que como ya era de noche nos la dejaban en 300, pero como nos la pensamos, perdimos nuestra oportunidad de quedarnos en una suit de lujo en Ginebra. En cambio encontramos un hotelito completamente surrealista a un par de cuadras del lago: Había que llegar al primer piso, subir por un antiguo elevador de reja que, en tanto abría sus puertas dejaba entrar un olor embriagante a flor de liz. Tras el escritorio, una señora grande de pelo rojo y ojo bizco nos miraba inquisitivamente protegida por un ejército de animales de peluche estratégicamente colocados en toda la recepción. El piso era de madera y tronaba, la habitación estaba vieja y olía a naftalina pero estaba limpia y las almohadas, para nuestra sorpresa, eran cuadradas y de pluma. Aquel lugar era una rara mezcla que ilustraba bien cierta decadencia perceptible en la ciudad sólo mientras la noche se alarga y desenhebra en ruidos y luces insistentes y artificiales.

A la mañana siguiente no visitamos museos, fuimos a la catedral y deambulamos por ahí hasta la casa de Borges.

Mi resentimiento social creció, se cansó y se echó a dormir de ver tanto coche deportivo, tantas joyerías con piezas hermosas y pensaba yo, imposibles de usar, para luego encontrarlas en deliciosas blancas gargantas paseándose por ahí como si buscaran un vampiro que las desangrara.


Me cansé de ver tanto banco, tanto reloj y tienda de marca, pero antes de irme me topé con un hombre viejo cuya intimidad no pude respetar:

Sentado tras su ventana, leía y escribía, consultaba, iba y volvía. Parecía absorto y yo imaginaba que estaba contento con lo que hacía. Pensé en el privilegio de los años, de hacer cosas, de ser sencillamente feliz con lo que uno hace. Tiré mi resentimiento social al lago, tomé un café frente a la ventana tratando de imaginar a qué se dedicaba la gente en vez de ver sus disfraces, y finalmente, me sentí feliz también de volver a casa. lf.

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