domingo, julio 29, 2007

Diario de verano, domingo 39ºs


Tengo que salir y levantar el toldo, pienso tumbada en el sillón verde mientras pondero el inexplicable milagro que trajo nubes a esta tarde y ha disminuído de 41 a 39ºs. Pero no me levanto y sigo ahí tumbada, como la desnuda de Modigliani con el cojín amarillo reblandeciendo las facciones de un sueño post-amatorio, con esa pared roja haciendo tiernos esos enormes senos puestos al cielo, con esas caderas ligeramente torcidas para que Modigliani pueda verlas bien, y pintarlas como si fueran una promesa. Yo no estoy desnuda, ni tengo el cabello rojizo, ni soy una promesa, pero estoy deliciosamente tumbada en el sillón verde, ponderando el milagro de las nubes en una tarde de verano.

No me levanto a subir el toldo, en parte porque eso implicaría más violencia que la de mi cuerpo levantado. Tendría que abrir la puerta de la terraza, esa corrediza a la que se le ha roto la rueda que permite su fácil desliz, de manera que abrir la puerta implica levantarla y arrastrarla a un lado construyendo con ello un ruido corto más detestable, metálico y profundo, como si cada vez que uno abriese la puerta triturara un puñado de nueces de cobre, dispersando sobre el suelo infinitas astillas dolorosas.

No la he visto, pero el persianista me dijo que eso era lo que le pasaba a la puerta "Tiene la rueda rota", y yo le creí, y ahora pensar en la puerta es pensar en la rueda rota. Cómo se parecen todas las cosas, pensar en la puerta y en la rueda rota es como pensar en la loca del pueblo. Hace meses que no la vemos. Antes andaba por ahí, casi siempre descalza y con los pies hechos un Cristo de sangre y suciedad. Andaba por las calles del pueblo, con su flacura tirándole una joroba y los ojos bien abiertos, viendo, en primer plano su mano hecha un gesto de cigarro, a veces con él, otras sólo imaginario, y luego el mundo, la calle comercial, los autos, los establecimientos y los transeúntes. Yo. Yo estoy frente a ella y ella me mira con sus ojos claros y sus cabellos enmarañados, me mira y fuma y no detiene su paso ensangrentado, me mira y por un instante me sabe: yo, quién y cómo soy, y existo en su mundo siempre andado, una fracción de segundo. Luego su mirada me traspasa, no soy para ella puerta ni rueda rota, ceso de existir, y ella sigue andando con su ropa nueva pero sucia, con una madre o una hermana o una tía en algún lugar comprándole siempre zapatos nuevos que ella pierde en cualquier plaza. Pero no todos son como yo, hay gente o cosas que para ella existen y entonces la puerta hace un chirrido y se abre y toda ella se transforma. De pronto su gesto es algo más que el de la espera, anda con más violencia, no necesariamente más rápido, sólo con más fuerza; pierde un poco el equilibrio y se tambalea, pero no como un borracho, sino como alguien que pesa demasiado y no puede controlar su propia carga, y entonces su rostro se descompone, siempre en sufrimiento, y sus ojos se llenan de dolor y de rabia y grita cosas. Casi siempre nos manda a todos a la mierda, tres veces, siempre tres veces; pero otras, las astillas de sus recuerdos se cuelan al mundo y ella anda por ahí, repitiendo también tres veces sus confidencias, como cuando recitó los trozos de una canción en la que un gato gris o azul le endulzaba los labios y luego escapaba por la ventana, y así hasta que quién sabe cómo se cierra la puerta.

Tengo sed y la piel sudorosa. Si alguien me raspara la piel con una espátula, se iría rompiendo en blancas grietas una delgada pero bien formada capa de sal. Podría recoger de mi cuerpo kilos de sal, sal humana, no sal de lágrimas, sal de piel, de cuerpo, de divagaciones de una tarde de verano en un sillón verde. Sería peligrosa, con ella se podría amasar una rueda blanca y poco estable, una nueva piedra de la locura, una locura que iniciaría ponderando el milagro de las nubes en una tarde de verano.lf.

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