martes, julio 17, 2007

París, día 1, 10/07/07, El tiro por la culata



Nuestro vuelo Madrí-París salía a las 6am. Lo compramos por ser el más barato, pero como los nervios no nos dejaron dormir y a las 3am no hay autobuses, nos salió el tiro por la culata y tuvimos que pagar taxi desde el pueblo. El vuelo atravesó nubes sin problemas y al llegar a París hallamos la manera de tomar el tren correcto a la ciudad. Nos sorprendió lo extremadamente caro del pasaje, lo antiguo que se ve veía el tren y luego lo mal que olía el metro. La superficie fue un extraño alivio: dimos justo con el centro comercial Lafayette (o como se escriba) en plena época de rebajas con su respectivo mar de mujeres neuróticas, pero aún así logramos escapar y llegar al hotel por puro instinto de gato callejero. Eran las 11am y estábamos muertos de hambre y de sueño, con ropa de verano en clima de otoño, deseando sólo un lugar donde bajar la maleta y cerrar los ojos. El recepcionista del hotel nos dijo que hasta las 2pm nada de habitación pero que nos recibía las maletas, así que nos lanzamos a por la primera baguet con café olé. Con esa primera cuenta de la braserie supimos que tendríamos que hacer lo posible por comer cositas del super y guardar la pasta para otras cosas.

Finalmente llegamos al congreso en el que S. tendría que presentar su comunicación. Rostros antiguos lucían arrugas nuevas, un paso más lento, una graduación más en los lentes. Nos quedamos al almuerzo, uno de pie pero lujoso, de humanistas con presupuesto que no por nada era un congreso en París. Entonces me sentí como antaño: diminuta, pequeñísima a pesar de mi talla, sin voz, sin ojos y sin manos, sintiendo que cada palabra dicha era peor que una nulidad, era algo que desvelaba mi ignorancia, mi estupidez, mi tontería. Nunca me he sentido bien en las grandes reuniones, defiendo a capa y espada la intimidad de un café o de un bar donde no puedan juntarse más de cuatro o cinco sillas, la confianza de poder oír lo que la vista abarca. Gracias sean dadas por las risas argentino-mexicanas de una rubia inteligencia que desde hace varios viajes, en su abrazo me hace sentir como en casa.

Finalmente regresamos al hotel y nos fue otorgado el don del descanso. La vista de la habitación bien valió el pago: hermosos instrumentos de cuerdas recordándome siempre el "la" con el que Amalfi y su viola atigrada inaguraban mis tardes guanajuatenses. Luego la noche se hizo hilando puentes, andando por St. Michel, viendo de fuera Notre Dame con un acróbata de fuego, admitiendo lentamente que la ciudad era hermosa y que su belleza no se agotaría sino hasta caminar muy en las afueras.

Esa noche soñé que no era lingüísta, que las políticas de homogeneización y enseñanza de la lengua me valían madres, que las palabras y yo nos amábamos sencillamente, sin reglas gramaticales, que lo nuestro era un idilio puramente semántico. lf.

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